Hugo
"Me llamo Hugo, tengo 39 años y el comienzo de mi historia con el maldito cáncer se remonta al año 2000, cuando me diagnosticaron un seminoma en el mediastino. Para el que no lo sepa, es el típico tumor de testículos, pero que crece en el pecho. Esto lo hace más difícil de detectar, y para cuando me convencieron de que fuera al médico, ya tenía un pulmón reventado y el tumor me oprimía el corazón. Empecé tratamiento de quimioterapia urgente y, por suerte, respondí bien. Tras tres ciclos, me abrieron el tórax y lo extirparon.
Al cabo de unos meses de relativa normalidad, empecé a sentirme mal. Tenía fiebre y un dolor muscular muy fuerte, como si me fueran a explotar los huesos. Según mi médico de cabecera, una gripe. Pero al ver que no mejoraba, mis padres me llevaron a Vitoria, al Hospital de Txagorritxu, a ver a mis oncólogos. Estos inmediatamente me ingresaron y empezaron las pruebas, entre ellas la biopsia de médula. Tras unos días interminables esperando sin saber que pasaba, entró una comitiva de doctores a mi habitación, cuatro o cinco creo recordar, rostros serios, solemnes, como la Santa Compaña.
Allí fue cuando me dieron la noticia: tenía leucemia, y dado que mi cuerpo ya estaba bastante castigado por la quimio anterior, no tenían claro que fuera a aguantarlo. La cara de mis padres era un poema, y yo le pregunté al doctor: “¿Pero me puedo recuperar?” A lo que me respondió: “Vamos a intentarlo”. Ok, no problem, ya he pasado una vez por esto y ahora voy a hacerlo otra vez, me decía a mí mismo y a mis familiares y amigos. Al mismo tiempo la rabia me consumía por dentro: ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí OTRA VEZ? Solo tenía ganas de destrozarlo todo, de gritar, de desahogarme de alguna manera, porque, aunque la quimio que ya había pasado fue mala, lo peor estaba por llegar.
Para mí la quimio es como matar moscas a cañonazos, elimina las células cancerígenas, pero arrasa con todo lo que pilla a su paso. Y, aparte de la caída del pelo y el resto de daños colaterales, es como vivir en la peor resaca de tu vida, de forma crónica. Pero qué le íbamos a hacer, pues a por ello. Empezó el tratamiento, la quimio era un líquido transparente que me ponían como suero, y otro líquido rojizo que venía en una jeringuilla muy grande, al que yo llamaba “el Pacharán”.
Aquí, donde ya empiezas a librar la batalla mental, además de la física, creo que es muy importante la actitud, o por lo menos así fue en mi caso. Mantener el sentido del humor dentro de lo posible, seguir haciendo las cosas que te gustan, darte refuerzos positivos... mentalizarte de que esto va a ser largo, pero es pasajero. En ningún momento pensé que no fuera a superarlo, solo sabía que iba a costar, y por eso había que hacerlo lo más llevadero posible: escuchaba muchísima música (que es mi pasión), me llevé la tele y la consola al hospital y pasaba el rato jugando, de vez en cuando (y con permiso de los médicos) le mandaba a mi padre a comprarme una hamburguesa... pequeños detalles, sí, pero suponen una gran diferencia en estas circunstancias.
Y así fueron pasando los meses...con la rutina: ingreso - ciclo de quimio - descanso en casa y vuelta a empezar. Aquí llegó también “la tiranía del termómetro”, o cómo vivir controlando constantemente tu temperatura porque al eliminar tus defensas con la quimio, cualquier infección podría matarte. Y aquí creo que también fue donde empezó a cambiar totalmente mi forma de ver la vida, y empecé a apreciar las pequeñas cosas, insignificantes (porque se dan por garantizadas) para una persona con una salud “normal”: despertarte en tu cama en tu casa, levantar la persiana, ver el sol... ir a ingresar para un nuevo ciclo de quimio y que te digan que vuelvas al día siguiente... (¡Ganas un día más de libertad!), y, en definitiva, empezar a relativizar, entender lo que son problemas de verdad y lo que no.
Tras un número de ciclos que ahora mismo no recuerdo, eliminaron las células tumorales de mi sangre, y empezaba una nueva etapa, que eran sesiones de “mantenimiento”, hasta que me hicieran un trasplante de médula. Según la valoración que habían hecho, y con mi historial, era necesario un trasplante alogénico. En mi caso no servía el autotransplante. Hicieron análisis a mi familia, pero nadie resultó compatible. Mis amigos también se registraron, pero nada. Me hablaron de la Fundación Josep Carreras y el REDMO. Yo no conocía nada de esto. Según me explicaron era un banco de donantes de médula que mayoritariamente estaba compuesto por familiares y amigos de enfermos de leucemia y enfermedades similares, ya que esto sólo lo conocía la gente a la que le había tocado de cerca. Por fortuna esto está cambiando, y yo quiero aportar mi granito de arena con este testimonio.
Mientras, entre ciclo y ciclo, intentaba retomar mi vida, y me estaba sacando el carné de conducir. Recuerdo, como si fuera ayer, el día que suspendí el examen práctico por segunda vez. A pesar de intentar ser positivo, relativizar y demás, el peso que puedes cargar también tiene un límite y reconozco que me quedé hundido. Y justo, llego a casa, y mi madre me dice que han llamado del hospital para decir que... ¡¡¡HABÍA APARECIDO UN DONANTE COMPATIBLE CONMIGO!!! A la mierda el carné de conducir y a la mierda todo, ¡¡me había tocado el gordo de la lotería!!
Luego resultó que el trasplante tampoco era un camino de rosas, pero... ¡¡qué narices!! Había llegado hasta allí y ya no me pararían nada ni nadie. Para el trasplante me llevaron al Hospital de Valdecilla, en Santander. Primero en una habitación normal mientras me preparaban para el trasplante, y después en “la burbuja” o habitación de aislamiento. Y tal día como hoy, hace 15 años, se realizó el trasplante. Quizás esperaba algo con más pompa y artificio por ser un momento tan anhelado, pero fue todo muy sencillo. Mi nueva médula llegó en avión desde Alemania, y no era más que una bolsita como cualquier bolsa de sangre para transfusiones, pero más rosa y espesa. Incluso recuerdo que mientras se realizaba el trasplante estaba tranquilamente viendo en la tele un partido de la selección española en el que Morientes marcó un hat-trick.
Me trasladaron a “la burbuja” para estar protegido mientras la nueva médula “prendía”, algo que también pasó sin problema. Estuve un mes allí dentro aislado, procuré equiparme bien con la tele, la consola, libros, mi inseparable discman... Esta última quimio, destinada a eliminar todo resto de mi antigua médula, era dura... pero daba exactamente igual, la meta ya se avistaba en el horizonte. Hay que sacar un poco más de fuerza... del amor, del odio... da igual. Amor a la vida, amor a tus seres queridos, amor a la música, a lo que te gusta... y odio a la enfermedad, a la quimio, a las injusticias... en definitiva, sacar fuerzas tanto de tripas como de corazón.
A continuación, vuelta a planta, y en unos días me mandaron a un hostal cercano al hospital para estar vigilado en caso de que pasara cualquier cosa. Dos o tres semanas allí dando maravillosos paseos de 200 metros por la calle, ya que mis piernas no aguantaban mucho más... estaba super pálido, sin pelo, con un sombrero y mi cazadora de cuero, parecía el chico de la película “Powder”. La gente me miraba raro, pero a mí ya me daba todo igual, después de lo que había pasado, me sentía por encima del bien y del mal.
Cuando por fin me dijeron que estaba estable y que podía volver a mi casa, a Miranda de Ebro, una de las cosas que “sugerí” fue que me retiraran el catéter venoso central, que veía como mi última conexión con la enfermedad. Me advirtieron que era necesario por si tenía que volver a ingresar, que volvérmelo a poner era un rollo... pero siempre he sido muy cabezón y conseguí que me lo quitaran. El simple hecho de desprenderme de ese artefacto me hacía cortar un vínculo simbólico con la enfermedad, y además estaba seguro de que no lo iba a volver a necesitar. Casi acierto porque al cabo de unas semanas se reactivó el virus de la varicela, atacándome al estómago, y tuve que volver a ingresar unos días, pero se solucionó con antivíricos por vía intravenosa. Después seguí con revisiones periódicas con los hematólogos de Santander, hasta que sobre los 6/7 años después del trasplante me dijeron que ya no hacía falta que volviera por allí. Estaba curado.
Me encantaría que mi experiencia sirviera para ayudar a personas que estén pasando por lo que yo tuve que pasar. Y mi consejo es: ten paciencia, el proceso es largo, pero gracias a la medicina y al maravilloso personal sanitario que tenemos, se puede superar. Intenta seguir haciendo lo que te gusta en la manera de lo posible, date caprichos, saca las fuerzas de dónde las necesites y nunca te rindas. Se positivo, ríete de ti mismo, haz bromas sobre tu apariencia... por supuesto que también tendrás malos días, entonces grita, llora sin miedo, rompe cosas (pequeñas), estás pasando por mucha tensión y a veces es necesario también aflojar la válvula de escape... pero siempre teniendo claro que TU SITUACIÓN ES PASAJERA.
Y a las personas que tengan familiares y amigos pasando por esta situación, les quiero decir también que, aunque estén destrozados por dentro, se mantengan positivos y nunca pierdan la sonrisa, ya que eso te tranquiliza y te transmite seguridad. Porque en esas circunstancias, no quieres ver caras largas, ni que te miren con lástima. Mientras hay vida hay esperanza, y alguien está luchando por la suya.
Por último, ya que nunca podré devolverle el favor a mi donante, lo que sí puedo hacer es intentar concienciar al máximo posible a la gente para que se hagan donantes de médula, y puedan salvar la vida a otra persona. Como alguien hizo conmigo, de forma completamente desinteresada, hace 15 años. Por este motivo, por mi donante, por toda la gente que me ayudado, por mi familia, por mis amigos, mis médicos y todo el personal sanitario... si consigo que, tras leer mi testimonio, por lo menos una persona decida hacerse donante, todo este rollazo habrá merecido la pena, y me habréis hecho la persona más feliz del mundo, en este mi 15º “cumplevida”. Vosotros tenéis la llave para que gente como yo pueda salir de este infierno.
Hoy, como cada 30 de abril, me beberé una copa de vino tinto, a vuestra salud."
Hugo