Ignacia Gimeno Carreras
Nació en la trastienda de la lechería que regentaba su padre en la parte alta de Barcelona.
Era la cuarta de cinco hermanos y la que más se interesó por el comercio familiar. Disfrutaba detrás del mostrador y el trato con los clientes se le daba bien, además era buena administradora, tenía temple y dotes de mando, por lo que Ignacia creció con el firme propósito de disponer también de un negocio propio en el futuro. Y así fue, ya casada, abrió junto a su marido una tintorería que, al cabo de los años, se había convertido en una cadena de establecimientos dedicados a la limpieza de prendas. Al no tener hijos, ambos se entregaron cien por cien al negocio, ella se encargaba de coordinar la buena marcha de las tiendas, era meticulosa en su trabajo y no admitía ningún error, demostrando un carácter fuerte y enérgico en el trato con los empleados que podía derivar no obstante en la más absoluta generosidad si consideraba que lo merecían.
Fue una época muy feliz para la pareja, durante las vacaciones solían emprender viajes por Europa, también les gustaba comer bien y eran asiduos de los buenos restaurantes. Pero Ignacia, era una mujer de gustos sencillos, ni mundana, ni presumida, que ante todo prefería estar en casa, cocinar y coser eran sus aficiones favoritas, y sus ahorros los invertía en las antigüedades o las numerosas colecciones de miniaturas de porcelana que decoraban su entorno.
Cuando Ignacia cumplió 70 años todo este mundo se vino abajo. Su marido decidió separarse, vendieron el piso y el negocio. Ella se quedó sola con su fiel caniche y decidió instalarse en Gelida, cerca de uno de sus hermanos. Se entretenía cosiendo, regando las plantas o cocinando grandes guisos para ocasionales invitados, y así le fueron pasando los años hasta que envejeció. Sus hermanos, uno había muerto, otra tenía alzheimer, otro vivía fuera de España y el pequeño, el que más se ocupaba de ella, también enfermó, por lo que su sobrina Marta, que vivía en Masnou y la visitaba a menudo, le sugirió trasladarla a una residencia de aquella localidad. Primero se mostró reacia, pero finalmente aceptó, "tenía 82 años cuando ingresó, en su habitación, rodeada de sus muebles y sus recuerdos, con una terraza con vistas al mar que llenamos de flores, bien cuidada y siempre acompañada, sus últimos años fueron de nuevo felices, le cambió hasta la cara", recuerda su sobrina, como también recuerda que en numerosas ocasiones habían hablado sobre el testamento, Ignacia quería donar parte de sus bienes a alguna fundación y fue su sobrina quien le aconsejó que los dejara a la Fundación Internacional Josep Carreras, ella había vivido la experiencia reciente de un amigo muy cercano, enfermo de leucemia, que se había curado gracias a la Fundación, le comentó la importancia de la labor que realizaba, e Ignacia decidió que este sería el mejor destino para su capital.