Montse
“Me llamo Montse y fui diagnosticada de leucemia promielocítica aguda de grado intermedio.
Llevaba días diciéndole a mi marido, en el ascensor, de camino al trabajo: “yo ahora mismo me volvía a meter en la cama”. Él me decía que me cogiera la baja, pero, yo, con el trabajo, la casa, el niño y embarazada, achacaba todos mis síntomas al embarazo, y me negaba a coger la baja. Tenía las piernas con moratones que no podía explicar cómo me los había hecho, pero me decía “me habré dado algún golpe con los brazos o los coditos de mi hijo de dos años, y no me he fijado”.
La semana anterior a la Inmaculada me tocaba realizarme el Test de O’Sulivan. El uno de diciembre me llamaron del laboratorio del Hospital Quirón para que fuera a repetirme la analítica porque la muestra se había estropeado. Les comenté que el día tres me marchaba a Londres y pregunté si había algún inconveniente en repetírmela el día ocho, ya que el doce tenía hora con mi ginecólogo. Me dijeron que no, y nos marchamos a Londres con toda mi familia política.
Era la segunda vez que iba, pero este viaje fue el peor de mi vida. Una tarde, sobre las cinco, le dije a mi marido que me volvía al hotel porque no me encontraba nada bien. Cuando me senté en el taxi con mis suegros y mi marido empecé a llorar del dolor de piernas que tenía y lo cansada que estaba.
Cuando el doce de diciembre fui al ginecólogo y vio la analítica lo primero que me dijo fue “esto no está bien, te la repito de urgencias y mañana vuelves”. Cuando vio la segunda analítica nos dijo que quería realizarme un estudio de la sangre, y que subiéramos a otra planta. Cuando subimos y vi “Oncología” quise morirme. Nos cogieron los datos para llamarnos y darnos cita; esa tarde recibimos la llamada diciéndonos que teníamos hora el día catorce a las seis y ya nos dijeron que me ingresaban.
La primera mañana de ingreso me realizaron la primera extracción de médula. Estuvieron unas dos horas para conseguir una muestra válida, y esa misma tarde se presentaron en la habitación la hematóloga que me había realizado la punción, su jefe y mi ginecólogo, para darnos la noticia y comunicarnos que, dada mi situación, ya tenían todo el traslado preparado para el Hospital Vall d’Hebron. Yo sólo pensaba en mi hijo y en la peque que venía en camino.
Cuando llegamos a Vall d’Hebron nos estaban esperando hematólogos, ginecólogos y pediatras. Fue demasiada información de golpe. Con lo único que nos quedamos fue que esa misma noche empezábamos la quimioterapia oral y que no contáramos con que la pequeña resistiera a todo, pero que, si le pasaba algo, se tendría que quedar dentro hasta recuperar los niveles normales en la analítica.
Al día siguiente realizaron una nueva punción para verificar el diagnostico de Quirón y empezar la quimio intravenosa. Cada dos o tres días las vías se estropeaban y tenían que pincharme de nuevo. Terminé con los brazos y las manos negras, hasta el punto de que las enfermeras se negaban a pincharme porque no encontraban venas y tenían que pincharme en los pies, cosa a la que me negué rotundamente. Hablé con los hematólogos para que buscaran una solución para colocarme una vía central.
A estas alturas tenía la boca, la garganta y el esófago con llagas. Muchas desaparecieron con enjuagues, pero las de la garganta persistían y no podía comer ni beber y, aunque me obligaba por mi hija, llegué a perder 11Kg.
El treinta de diciembre decidieron no ponerme nuevas vías, pues el doctor consideró que en caso de ser necesario ya las pondrían de nuevo. Efectivamente, veinticuatro horas más tarde empecé a orinar con sangre y tuvieron que volver a ponerme las vías. Como regalo de reyes anticipado tuve una PICC (catéter central de inserción periférica).
Las plaquetas que me ponían me duraban muy poco en el organismo, así que me tuvieron que hacer un estudio y, ¡cómo no! creé anticuerpos a las plaquetas. La única solución era buscar unas plaquetas específicas para mí. Tuve mucha suerte y encontraron siete donantes con plaquetas compatibles.
Después de un mes ingresada, el doce de enero dejaron de ponerme plaquetas y el diecisiete empezaron las buenas noticias: ¡cambios en la analítica indicaban que empezaba a mejorar el nivel de plaquetas! Y el diecinueve me dieron las mejores noticias del mundo: “si la analítica de mañana se mantiene o mejora, te marchas a casa”. ¡Por fin podría ver a mi hijo!
El veinte de enero me concedieron el alta y me fui a casa, ¡por fin estaba con él! Cuando llegué me dio un abrazo que no olvidaré en la vida.
Tu vida de repente se para durante cinco semanas y de nuevo hay que ponerla en marcha, retomarla y continuar la lucha.
El dos de febrero me programaron la cesárea: estaba de treinta y dos semanas. Ni el día que me dijeron que tenía leucemia pasé tanto miedo como ese día, ¡y eso que era el segundo parto! Tan sólo pensaba que la niña estuviera bien. La vi dos segundos, mi marido me dijo que estaba bien y se marchó con ella a la incubadora, donde estuvo cinco semanas.
Mi segundo ingreso fue dos semanas más tarde, el catorce de febrero, y esta vez fue de tan solo cuatro días. Además, en cuánto terminaba la quimio me desconectaban y me marchaba a ver a mi hija a neonatos. El resto de quimios las pude hacer en el hospital de día de hematología. Cuando estaba bien de defensas repartía mi tiempo: en el hospital con mi hija por la mañana y en casa por las tardes con mi hijo.
En mayo terminé con las quimios intravenosas y en julio empecé con las quimios orales de mantenimiento. Aún tengo dos años por delante, pero en casa y con mi familia.
Doy gracias a mi ginecólogo y a los hematólogos de la Quirón por su rápida actuación, y a los hematólogos y enfermeros del Vall d’Hebron por su rapidez y trato cercano. Y no puedo olvidarme de esos siete donantes que me ayudaron a sobrevivir. Siempre estaré agradecida a todos por salvarme la vida y hacer que la estancia fuera agradable.
No esperes tenerlo todo para disfrutar de la vida. Ya tienes la vida para disfrutar de todo”