Vanessa

Paciente Vanessa 1

Me llamo Vanessa. Soy de Granada, tengo 33 años y soy una mujer normal, con una vida normal. Una vida de esas en la que jamás te planteas que puedas enfermar, pero bueno, enfermé. Me casé hace casi cinco años, poco tiempo después llegó mi pequeña Daniela. ¡Qué ilusión tan grande! Estaba viviendo un momento muy dulce en mi vida cuando me diagnosticaron la enfermedad.

La primera vez que acudí al servicio de urgencias del ambulatorio, fue porque empezaron a aparecer unos hematomas en los nudillos que se extendían rápidamente por el dorso de mi mano, y yo no me había dado ningún golpe ni nada de eso. "Trombocid, será de un golpe del que no te acuerdas", dijo el médico.

Al día siguiente los hematomas iban agrandándose cada vez más, y se habían extendido también a la mano izquierda. Tras varias visitas al servicio de urgencias del hospital, en las que me derivaban a una consulta con los médicos especializados en cardiovascular tres semanas después, decidí que no podía esperar tanto tiempo, los hematomas estaban tomando un aspecto terrible y ya llegaban hasta los codos. Ya casi no podía mover las manos, empecé a asustarme en serio. Así que fui a ver a una doctora amiga de mi hermana para que me echara un vistazo y me diera su opinión. En cuanto me subí las mangas y me vio los brazos me dijo que me fuera inmediatamente al hospital otra vez, y que no me fuera de allí sin que me viera un hematólogo. Fui corriendo a mi casa a coger los resultados de los análisis del día anterior y, al entrar, eché un vistazo alrededor y se me vino el mundo encima. Mi casa... esperaba poder seguir disfrutándola.

Esa misma tarde me atendió el hematólogo jefe, que me habló de todas las posibles enfermedades de las que podía tratarse mi caso: hemofilia adquirida, Síndrome de Von Willebrand, leucemia o lupus. Tuve que esperar cuatro días más para que me dieran el diagnóstico definitivo, durante los cuales mi angustia creció hasta niveles insospechados. El lunes 15 de octubre de 2007 me diagnosticaron por fin, HEMOFILIA ADQUIRIDA. Me explicaron que, como consecuencia del embarazo, desarrollé un anticuerpo o inhibidor que destruía el factor VIII de mi sangre, lo cual provocaba hemorragias espontáneas de difícil control. "¿Espontáneas, y de difícil control?, vaya panorama. ¿Me iba a morir?" fue lo primero que se me pasó por la cabeza. "Bueno, al menos había tratamiento", también pensé en eso enseguida. Era una de esas enfermedades raras, que ni el equipo médico que me estaba viendo había visto nunca. Sólo afectaba a una persona por millón de habitantes y año, ¡qué suerte la mía!

Aquello me paralizó, esa es la palabra que mejor describe lo que me pasó. Paralizó mi vida, mis expectativas sobre mi futuro, la vida de mi marido, que incluso tuvo que dejar de trabajar para cuidarnos a la niña y a mí. Paralizó mi vida social, mis sentimientos. Era como una especie de zombi. Estuve con tratamiento de cortico-esteroides unos dos meses, me hicieron tanto daño que realmente empecé a sentirme una enferma. No funcionaron. Empezaron a hablarme de todos los tratamientos posibles, del orden en el que los aplicaríamos, y en mi cabeza se agolpaban miles de preguntas, de dudas, pero sobre todo, de miedo. Un miedo terrible, un miedo que no dejaba de sentir en ningún momento del día, un miedo que me hacía no dejar de pensar, ni de imaginar cosas, no era capaz de relajarme en ningún momento de día ni de noche, pensaba que cualquier cosa que hiciera provocaría una hemorragia. Subir escaleras, coger a mi niña en brazos, cocinar, conducir, caminar por la calle, todo era susceptible de ser peligroso. Además, me recomendaron que no me alejara del hospital a más de unos 20 minutos en coche, con lo cual, estaba casi encerrada en casa todo el tiempo, con una psicosis terrible.

En el trascurso de los meses, cambié de hospital, me hablaron de una hematóloga que había visto varios casos como el mío y que podía ayudarme mucho. Fue una suerte inmensa encontrarla, y tenerla tan cerca de mi casa, sobre todo cuando mi marido incluso me habló de vender la casa e ir a cualquier parte del mundo en la que hubiera alguien que conociera bien la enfermedad y supiera tratarme. Cada semana íbamos a la consulta, (me trataban de maravilla, por cierto), mi marido y yo, esperando los resultados de los análisis con verdadera ansiedad, esperando que mejoraran. Iban pasando los meses, y los tratamientos, los niveles de la enfermedad y yo me sentía como en una peligrosa montaña rusa, hasta que llegué a la hemofilia adquirida severa. Un 1% de factor VIII en la sangre, madre mía que miedo, aunque me dio por reír. El último de los tratamientos posibles era la ciclofosfamida, medicamento que se usa en quimioterapias y que además de todos los efectos que yo sabía que podía causarme (náuseas, vómitos, caída del cabello, etc), a largo plazo podía hacer que desarrollara leucemia. ¡Y eso que era para curarme! En fin, eso era lo que había. Mi hermana le preguntó a mi hematóloga si en realidad mi vida corría peligro, tanto como para que fuera necesario ponerme ese tratamiento. La respuesta fue sí. También cabía la posibilidad de que el inhibidor fuera desapareciendo solo, con el paso del tiempo, aunque su comportamiento no parecía indicar eso. Me dieron un plazo de un mes para pensarlo. Y aquí llegó el momento de cambio para mí.

Esa noche, vinieron a mi casa unos amigos a cenar, estuvimos charlando, escuchando música, pasándolo bien. Aunque mi preocupación estaba ahí, olvidé durante unas horas mi miedo y mi ansiedad. Reí, charlé, y me lo pasé bien. Cuando se fueron, me abracé a mi marido en el sofá, y una lucecita se encendió dentro de mí. De repente, no sólo había decidido ponerme el tratamiento, sino que además había decidido vivir, algo mucho más importante, porque caí en la cuenta del precioso tiempo que estaba desperdiciando con mi actitud, tiempo que debería estar dedicando a mi familia y a mis amigos, y a vivir dentro de la enfermedad. No podía saber cuándo iba a morir, pero sí podía vivir intensamente el tiempo que tenía. A partir de ahí cambió mi forma de vivir todo ese proceso, cambió profundamente. Intenté vivir como si no estuviera enferma, sin excesos, claro está, pero como cualquier otra persona. Pensé que hasta que me pusieran la quimio, tenía un tiempo estupendo para disfrutar, y enfrentarme a ella con fuerzas. A lo mejor tampoco era tan malo, iba a intentar vivir el periodo del tratamiento pensando en que me haría bien, con la mayor tranquilidad posible. Y después, si con el tiempo desarrollaba leucemia, pues ya me enfrentaría a ella también, con esa fuerza que acababa de nacer dentro de mí. Además, había mucha gente que le ganaba la batalla, ¿por qué yo no?

Comencé a sentirme mucho mejor, y cuando llegó el día de la consulta, decidida a ponerme el tratamiento inminentemente, nuestra enorme sorpresa fue que los análisis habían comenzado a mejorar. La hematóloga decidió postergar la quimio, esperando nuevos resultados, y en esas semanas el factor siguió aumentando, y aumentando, y aumentando, sin tratamiento alguno. El tiempo fue pasando con altibajos, a veces el factor volvía a bajar, pero ya no tan drásticamente, y finalmente, fue recuperándose poco a poco y desapareció. En noviembre de 2010 me dieron el alta definitiva.

Estoy realmente convencida de que mi actitud fue decisiva en aquella mejoría, no sé bien cómo lo hice, pero entendí que yo misma me estaba negando la posibilidad de estar mejor. Ahora, tengo una tienda de ropa, la abrí cuando aún estaba enferma, tenía ganas de hacerlo y además era un trabajo que me permitía ir a consulta cada vez que fuera necesario. Espero que la vida me de salud para ver crecer a mi hija, que ya tiene cuatro años y medio, y poder descubrir el mundo con ella. Quisiera poder viajar por todas partes, ver la luna desde una isla perdida en el Pacífico, o en el Índico, y pensar en lo lejos que estoy de casa. Quisiera ver a Coldplay en concierto, ¡me encantan! , y encima me cantaban eso de "Viva la vida" cuando necesitaba oírlo, soñaba que iba a verlos en directo cuando estaba enferma. Quisiera también ver como mi negocio sale adelante, y ampliarlo si es posible. Aunque mi principal plan de futuro es VIVIR esta vida que Dios me ha regalado, sentarme a observar a los míos y pensar en la suerte que tengo de poder vivir esta vida con ellos.

Por último, quiero decir que nunca olvidaré que sigue habiendo personas que sufren. Tenía la intención de ser donante de médula, para mi pesar, hoy he sabido que no puedo hacerlo. Pero vosotros sí podéis, si hubierais abierto vuestros ojos a la realidad de las personas enfermas, sentiríais el dolor que ellos sienten en vuestros corazones. Es una lucha difícil la que los enfermos de leucemia atraviesan, convivía con ellos en las consultas, en las salas en las que nos aplicaban los tratamientos, y cuando estaba ingresada. Ellos reían, lloraban, hablaban de cosas triviales o de preocupaciones importantes, pero luchaban. Aunque a veces, estos pacientes no pueden luchar solos, necesitan un donante de médula ósea. Nadie está libre de padecer, y un gesto poco costoso para nosotros puede salvar la vida de un enfermo de leucemia. Una vida, ¿hay algo más importante en el mundo?

Página web actualizada 01/12/2023 13:27:05